BEAT EN CHILE: UN RUIDOSO PAR DE PERFECCIÓN Y EMOCIÓN

Recorriendo la rupturista trilogía compuesta por los álbumes Discipline de 1981, Beat de 1982, Three of a perfect pair de 1984, la reencarnación soñada y, – para qué decir – perfecta del King Crimson ochentero, se presentó en Santiago la noche del martes 4 de mayo con sus brillantes creadores originales Adrian Belew y Tony Levin junto a los inigualables Steve Vai y Danny Carey, reunidos bajo el nombre de BEAT, superbanda que no sólo consagra la reivención de la eximia agrupación de Robert Fripp en esa siguiente década, sino que hizo honor con extra creces a la idea de una formación estelar y de un sonido crucial para la vanguardia y el género progresivo, en una noche que desbordó excelencia musical.
Por Claudio Miranda / Fotos por Miguel Fuentes
Cuesta encontrar palabras, te quedas sin ellas. BEAT te deja con lo más parecido a un ACV. Cerrar los ojos y sentirse como en Tokyo o Montreal en 1984, o Fréjus en el ’82. Casi nada.
¿Sonic Youth? ¿Melvins? ¿Nine Inch Nails? ¿Los Nirvana del In Utero? King Crimson en los ’80s se adelantó a todos ellos, le señaló el camino a toda la nación alternativa. ¿Rock progresivo o de vanguardia? Las guitarras de Fripp y Belew sonaban a punk, forjaron el rock industrial mucho antes de que Justin Broadrick pensara siquiera en concebir a Godflesh. El noise antes de que se volviera una etiqueta. Donde prima lo virtuoso y pulido, el lugar se lo toma por asalto el ruido, la anarquía impuesta por un rey arcano que extiende sus dominios entre la reflexión y la visceralidad.
¿De dónde salieron esos sonidos? ¿Cómo va a ser la misma banda esquizoide-rojiza de los ’70s? Se preguntaban quienes se encontraron en 1981 con la retornada agrupación tras 7 años de silencio. Un ropaje muy distinto, apelando al minimalismo que poco y nada que ver con la densidad avernal del ciclo 1973-74. En formato de cuatro, con dos ingleses (Fripp y Bruford) … y dos estadounidenses (Belew y Levin). Parece una ridiculez en estos días, pero hubo una época en que tamaña configuración humana implicaba una afrenta al orgullo británico. Otros tiempos, muy lejanos. O puede que no tanto.
Beat no es un tributo, sino un viaje libre. Una cirugía a corazón abierto. Steve Vai justifica su elección como «intérprete» de Robert Fripp. La diferencia entre la «pirotecnia de clínica» y disponer la destreza en favor de la obra, lo es todo. Quién lo hubiese pensado; discípulo de Zappa, guitarrista de David Lee Roth y Whitesnake, antes de llegar al Olimpo con una carrera solista de proporción superlativa y un estilo tan reconocible como versátil. Lo mismo para Danny Carey, un estudioso del trabajo de Bill Bruford. Probablemente, el único baterista cuya maestría puede replicar la sonoridad electroacústica que extendía las posibilidades trazadas por «su» antecesor.
Complicado hablar de Adrian Belew y Tony Levin por separado. La tentación de dedicarle sus buenos párrafos a Levin como maestro supremo del bajo y el Chapman Stick, es seductora pero sería obviar lo que sería una banda donde todas sus partes suman en favor de un objetivo específico. Ambos partícipes y guardianes de una etapa que descolocó a quienes esperaban un «Red part 2». Igual que los ingleses Fripp y Bruford, miraban lo que hacía The Police en las islas británicas, a Talking Heads en el otro lado del charco. Fripp tiene razón; esto no es ‘rock progresivo’, sino música que progresa. Parecen lo mismo, pero están a años-luz de serlo.
Y Beat replica hoy en vivo la búsqueda y variedad de una agrupación que, literalmente, la hizo a su manera, con un ojo puesto en el lugar -entonces- menos pensado por los paladines de lo virtuoso.
Un encuentro dividido en dos tandas. Con la primera enfocada en «Beat» (1982) y «Three of a Perfect Pair» (1984). Nada de introducciones pomposas ni producción visual de apoyo. Tal como King Crimson en la era mitológica, Beat despliega su espectáculo en base a lo que los cortesanos del Rey Carmesí priorizan ante todo. Hay un entendimiento extraordinario entre las guitarras de Adrian Belew y el mencionado Vai, ambos hechos el uno para el otro y denotando un fiato natural como instrumentistas. Perdonable el exceso de voces pregrabadas en la mezcla de «Neurotica», el disparo inaugural. De ahí en adelante, «Neal and Jack and Me», «Heartbeat» y «Sartori in Tangier» continuán la pasada por el disco de tono azul, para después virar hacia el sinuoso camino amarillo con «Model Man», «Dig Me», «Man With a Open Heart», «Industry» y «Lark’s Tongues in Aspic (Part III)».
La segunda parte va de una a los bombazos, las piezas más potentes de un catálogo intachable y revolucionario, con el fundamental «Discipline» (1981) como protagonista. Porque si «Waiting Man» nos sumerge en un trance, «The Sheltering Sky», «Frame by Frame», «Matte Kudasai» y «Elephant Talk» echan todo el Movistar Arena abajo. También es la ocasión para celebrar la justicia que, ¡por fin!, obtiene «Indiscipline». Jakko Jakszyk le dio un toque distinto durante el último ciclo de King Crimson, pero es LA canción de Belew. El «¡me gusta!» al final de Jakko, fue una sorpresa memorable para el mundo hispano. ¿Se acuerdan de aquel histórico fin de semana de octubre de 2019?. El «I like it!» de Adrian -un loco lindo-, en cambio, es un puñetazo en la cara. Te deja K.O., tirado en la lona. Como en el vinilo.
En el encore, volvemos a los ’70s cuando «Red» asoma igual de peligrosa que en su versión original, aunque reproduciendo el matiz ochentero que la vuelve nueva en cada pasada. Y la catarsis final de «Thela Hun Ginjeet», termina por echar abajo todo. Una fiesta en torno a la banda sonora de la Inmensa Minoría.
Imposible, o al menos eso parece, encontrar las palabras adecuadas para lo que significa King Crimson y evoca Beat en estos tiempos. El rock que progresa hasta lo impensado. El rock que pone atención hacia un lugar donde otros de su generación apenas miraron de reojo. A King Crimson en los ’80s le bastó recurrir a un ropaje de tres colores para grabar a fuego su huella. A Beat, en cambió, le bastan dos horas y 10 minutos para transformar esos tres colores en un par ruidoso de perfección y emoción.